lunes, 10 de septiembre de 2007

NIÑO RICO, NIÑO POBRE

Cuando vivir en Bosa es mucho mejor que vivir en Rosales, muestra de manera patética las transformaciones recientes de la vida bogotana. Y, al menos por esta vez, sale ganando el niño pobre: se demora 10 minutos para llegar al colegio (un establecimiento de primera calidad); lo hace en bicicleta por una ruta especial; dispone de campos y parques; al salir de clases juega fútbol con sus amigos o navega en Internet en una biblioteca de lujo.

Por contraste, el niño rico deambula de prisión en prisión: dos horas diarias metido en un bus que resuella por salir del atasco y el smog; llega a su apartamento y no puede si quiera asomar la nariz a la calle por temor a un atraco, de modo que opta por jugar fútbol en la sala de su casa, como un zombie solitario.

Coincide esto con las cifras recientes sobre el retroceso de la miseria en Bogotá. Producto de políticas sostenidas tiempo atrás, el alcalde Garzón se ha empeñado en intensificarlas. El hecho demuestra que el desnudo neoliberalista no es una respuesta completa. Que el crecimiento económico es una base necesaria, pero que sí hay espacio para que la acción del Estado tenga efectos reales sobre la vida de los pobressobre la vida de los pobres.

Hay otro hallazgo: el asistencialismo directo puede ser válido pero sólo como política focalizada y temporal para sectores miserables. La lucha contra la pobreza debe generar elementos estructurables perdurables. Es el tipo de política que aplicó Peñalosa. El niño de Bosa sigue siendo pobre, pero menos. Sobre todo, espiritualmente, por que es su calidad de vida le que ha cambiado. No solo en ingreso para alimentos y necesidades primarias, sino porque goza de educación de alta calidad, vida al aire libre, ambiente menos insano, seguridad y recreación. Es más niño, y a la vez, más niño en sociedad.

Pero este no es el fin de la historia; el niño de Bosa es mas feliz. Estará más dotado para vivir en comunidad, puede llegar a ser menos machista y va a expresar mejor el cariño por sus hijos. Va a progresar. Llevará a la camaradería en las venas. Pero en algún momento de su vida encontrará la talanquera de la discriminación.

El niño de los Rosales necesitará sicoterapia y ejercicios de motricidad fina, porque sin ellos no lo reciben en el colegio, como si necesitara saber crochet para desempeñarse como magistrado o gerente, detestará el país, estará eternamente frustrado por no vivir en Knightsbridge, tiranizará a su mujer aunque no dejara las buenas maneras, enviará pronto a sus hijos a un internado suizo, beberá MaCallan en el Gun Club. Su vida será un eterno remolino de insatisfacción.

Pero mandará más. Decidirá la suerte del niño de Bosa. Los porteros no le exigirán identificación; a su regreso de de Mesa de Yeguas verá por la ventana de su Porsche como la policía abre de patas al niño de Bosa, le pide su cédula y le registra las verijas y, sobre todo, estará en el clan que toma las determinaciones.

Mucho se ha hecho. Pero es más lo que falta. Lo que falta es ganar la guerra contra la estratificación clasista inveterada de nuestra sociedad, algo que esta presente en el inconsciente colectivo desde tiempos inmemoriales. Tanto en el niño rico como en el niño pobre.

La verdadera revolución está en el corazón.

Por: Humberto de La Calle

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